Atrochando por carballeiras y campos de labranza, camina apresurado, levantando sin notarlo, el vuelo de las alondras que trillan el centeno. Va a llegar por primera vez tarde a la casa de Outeiro. Unas cuantas onzas de chocolate envueltas en papel de estraza, dan brincos dentro de los bolsillos de su trenca. Pedazos de chocolate fiado en la tienda de O Chao. Después de vadear el regato que baja crecido, cruza por el destartalado puente de troncos hasta llegar a la revuelta que conduce a Outeiro. Desde allí ya se divisan las bocanadas de humo que escupe la chimenea de la casona. Es el momento de acicalarse, se restriega el sudor de la frente y sin dejar de andar, con las manos humedecidas por los restos de sudor va atusándose el pelo. Como todos los domingos que acude a Outeiro, el can sale a ladrarle junto a la cancela, y Pilar la hermana de Irene se encarga de reprenderlo.
Demasiado tarde, con las prisas olvidó acercarse al prado de Pirucho a recoger ramilletes de milamores silvestres. Creerán que alberga dudas, que es una persona de sentimientos vacilosos. Echa la mano al bolsillo y piensa que ofrecer trozos de chocolate es poco romántico, parecerá un tosco aldeano. Alrededor de la lumbre, en tertulia, sorben tazas de un brebaje hecho con agua y achicoria, el café de los pobres. Allí está Irene con sus mejillas sonrosadas por los sofocos de la timidez. Y el al otro lado de la mesa, dolido por un despiste, hoy no podrá escuchar su aniñada voz en escueto agradecimiento por las milamores.