
El camino negro estaba hecho con las escorias de la fundición Apellániz. Cada tarde de domingo lo recorríamos hasta la casa de Bildotsa, donde nos daban de merendar rebanadas de pan untadas en azúcar y mantequilla.
En la linde del arroyo junto al aliso, el caserío de la sidra, de su lagar provenía un intenso aroma a manzanas hacinadas que inundaba los alrededores del molino.
Me acuerdo que los prados de Bildotsa no eran verdes, estaban cubiertos de un amarillo deslumbrante por las flores del diente de león.
Llegado el invierno, en su gambara se entremezclaban el olor a musgo y manzanillas, con nuestras correrías infantiles.
Bildotsa, ahora es un lugar invisible, hoy sólo existe en nuestra memoria cuando hurgamos en los recuerdos de otro tiempo.
En la linde del arroyo junto al aliso, el caserío de la sidra, de su lagar provenía un intenso aroma a manzanas hacinadas que inundaba los alrededores del molino.
Me acuerdo que los prados de Bildotsa no eran verdes, estaban cubiertos de un amarillo deslumbrante por las flores del diente de león.
Llegado el invierno, en su gambara se entremezclaban el olor a musgo y manzanillas, con nuestras correrías infantiles.
Bildotsa, ahora es un lugar invisible, hoy sólo existe en nuestra memoria cuando hurgamos en los recuerdos de otro tiempo.
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