
En mis huidas para ahuyentar el hastío, me acerque al pueblo de Silene. Aquí las estaciones transcurren de un modo distinto. A los cerezos se les ha olvidado florecer, y las abejas zumban ansiosas a su alrededor, aguardando la espera. Rarezas de la primavera. Un almendro prematuro, comienza a desperezar de su letargo invernal, pero ellas no disputan por libar su polen.
Junto al regato de aguas estrepitosas, bajando por el sendero del robledal, se llega hasta el huerto del abuelo Remigio. La primera vez que me asome por su empalizada, me pareció ver un árbol de genética confusa, un espécimen distraído. De sus ramas descolgaban tapacubos de coches. Eran los trofeos arrebatados en su disputa con el progreso, el botín capturado a la cuneta de la carretera. Bicicletas infantiles, triciclos de colores, pendulean al socaire de la ladera, sujetos por cordeles en el fresno seco de la Felisa. Sobre las ramas, el abuelo va depositando las añoranzas de unos hijos a los que ya se les pasó la edad de pedalear.
El abuelo Remigio anda a trompicones, pasito a pasito, como las Geishas. Coge aliento, y reemprende el caminar junto a su nieta que lo acompaña hasta su fortaleza. El abuelo se levantó una mañana y durante el desayuno, mientras migaba el tazón de leche, se quedó atrapado entre sus recuerdos. El boticario, que de esto sabe un rato, dijo que fue la edad quien decidió enclaustrarlo en el pasado. Ahora ocupa el tiempo en sus pensamientos, y de vez en cuando, interrumpe el silencio para susurrar cabizbajo.
- Hijo. La sinceridad se encuentra buscando en lo que dicen las nubes-. Y vuelve a encerrarse en su mundo, cautivo de su corazón por el dolor de tanta pérdida.
En mis momentos de deriva me acuerdo de sus palabras. Asomo la mirada a la ventana, las miro y… aunque quiero imaginar que es cierto, sin embargo, no las entiendo. Yo sólo veo nubes.